EL MUNDO VIRAL
  APORTACIONES
 
LA SOLEDAD DEL PERRO
 
Una tórrida tarde en el Paso, el hombre, salió de la casa. Ya en la puerta, besó a su esposa y se despidió de ella diciéndole que volvería tarde, a la noche. Ella, como una gatita mimosa le llenó la cara y las manos de besos.
Más alegre que de costumbre, bajó el camino cuando de pronto, sintió una caricia húmeda en los dedos. Se volvió para ver que era su perro. Hacía años, lo había rescatado de una perrera inmunda. Abandonado por unos miserables, el perro había vagado solo y malherido entre cubos de basura hasta que los vecinos se habían quejado por los destrozos y la basura esparcida.
Cuando el hombre había ido a verle a la perrera, el animal había lamido su mano con el mismo cariño con que ahora lo hacía y él no había podido resistirse a la tentación de comprarlo.
Acarició su pelaje canela y se dejó cubrir por sus babas. Luego, hizo un ademán para que éste se fuese, no había dado tres pasos cuando se dio cuenta que el perro le seguía.
Dirigió sus pasos a la cantina, seguido siempre por el perro. Se hallaba esta, a pocos pasos de su casa y allí solía encontrarse con los amigos de siempre para echar una partida al póquer. Se sentía más pletórico que de costumbre y deseaba compartir con ellos su bonanza: Se había casado con Guadalupe Sierra, la mujer más hermosa de México, tenía una casa, un perro, sólo le faltaban los niños.
Al entrar, reconoció a Porfirio ávila, ayudante del Sheriff que apuraba con ganas un cigarrillo. Este, acarició a su perro y le dio felicitaciones por lo que todo el mundo sabía: Que era el hombre más afortunado del Paso.
 
 

Sonrió agradecido y halagado a la vez y entró en el local. Ya en la barra, pidió un trago de tequila y se sorprendió al ver que la cantina estaba casi vacía. Al preguntar al regente del establecimiento donde estaban sus compadres, éste le informó que aquella mañana no había venido nadie, excepto aquel al que todos llamaban irónicamente "Toro Sentado", el indio con pocas luces que solía sentarse en una mesa apartada.
Observó que este, se hallaba como de costumbre embebido en su mundo, hablando con un acompañante imaginario.
Pasado un tiempo que a él le pareció eterno, pagó su consumición y se dispuso a partir con el perro pegado a sus talones.
Al salir, volvió a ver al ayudante del Sheriff que bajó el ala de su sombrero en señal de saludo.
No había avanzado tres pasos cuando sintió un dolor inmenso en la espalda. Luego todo se volvió negro para él.
Sobresaltado por los disparos. "Toro Sentado" salió corriendo y se encontró con el terrible espectáculo: un hombre mal herido y un perro que aullaba como un coyote.
Intentó auxiliar al herido pero se desangraba en sus brazos. Pidió ayuda a gritos y se topó con la sonrisa sardónica de Porfirio ávila así, que para evitar crearse problemas dejó al hombre y al perro en la misma plaza en que los había encontrado y aguardó la llegada de la noche.
Toro Sentado cargó al muerto en su grupa y se lo llevo a casa del sepulturero. A pocos metros, le seguía el perro que parecía entender la oración apache que el indio iba murmurando.
Depositó el cadáver frente a su puerta junto a unas cuantas monedas. Sabía que no eran gran cosa pero serían suficientes para proporcionarle un entierro digno. Luego, golpeó la puerta y se marchó corriendo como alma que lleva el diablo.
Aquella noche, cuando el sepulturero abrió la puerta se topó de bruces con el fiambre. Miró a todos lados en busca de la persona que había dejado el bulto y suspiró con resignación al darse cuenta que había huido. De la cantina, llegaban cánticos de borrachos pero la calle, estaba desierta. Así pues, cogió las monedas del suelo y arrastró el cadáver por los pies. Había echado la primera palada de tierra cuando se preguntó por la identidad del difunto y llegó a la conclusión que quien quiera que fuese, no debía tener buenos amigos a juzgar por las heridas de bala que tenía en la espalda. Ni viuda, ni hijos, absolutamente nadie había venido a despedirle. Sólo el extraño que había huido dejándole ante su puerta y el perro color canela que lloraba sin consuelo. Para evitar el sufrimiento del animal, le pegó un tiro, colocó luego al animal al lado de su dueño y comenzó a verter tierra sobre ambos cuerpos.
Hacía frío. Una sensación de mareo y un vómito amargo le vino a la boca. Intentó inútilmente incorporarse. ¿Dónde estaba?. ¿Qué había pasado?. A aquellas horas, Guadalupe estaría esperándole, tan bonita como de costumbre, con un plato humeante de fréjoles. ¡Lupe!. ¡Su felicidad!.
¿Dónde estaba él?.
Un peso enorme le oprimía el pecho y por más que abría los ojos sólo conseguía ver oscuridad.
Estaba en un cubículo estrecho, de espaldas, sobre algo húmedo. Lo sabía porque no podía ponerse de costado, ni panza arriba y no podía levantar excesivamente los brazos.
De pronto, tropezó con algo gélido, con esa rigidez que sólo tiene la muerte. Dio un alarido de terror inmenso y sintió que la boca se le llenaba al instante de tierra..
Era demasiado terrible para ser verdad.
¡Le habían enterrado vivo junto a un cadáver!.
La idea de morir asfixiado en aquel lugar hizo que perdiese por un momento la poca cordura que le quedaba. ¡Tenía que salir de allí cuanto antes!.. Tal vez Guadalupe se extrañase por su tardanza y llamase al Sheriff. Debía tranquilizarse pues y esperar que alguien viniese en su auxilio.
De nuevo los nervios le asaltaron al pensar que tal vez no sería tan fácil. Rebobinó en su mente lo sucedido. Aquella tarde, había saludado a Porfirio ávila y había entrado en la cantina. Una vez allí, había pedido tequila y se había sorprendido porque sus amigos no habían acudido a la cita. Luego había salido del local seguido de su perro y le había dicho nuevamente adiós a Porfirio. Sólo había tres personas en aquella aciaga tarde que podían haberle hecho aquello. Uno, era el regente de la cantina, un buen hombre al que conocía desde hacía muchos años, el otro, un hombre perturbado pero incapaz de hacerle daño a nadie. Había un tercero, el nuevo ayudante del Sheriff y eso significaba que estaba perdido.
¡Sáquenme de aquí!. Gritó con ojos desorbitados.- ¡Por favor auxílieme!. ¡Estoy aquí!. ¡Aquí abajo!.
Pronto llegó a la conclusión que por mucho que gritase no le oiría nadie.
Escarbó con las dos manos y lo dejó de pronto emitiendo un aullido: se había partido una uña. El dolor era inmenso aún así, con las uñas llenas de arena mojada y sangre seca, no cejó en su empeño.
-¡Un poco más!.- se decía cuando veía sus fuerzas flaquear.
A través del pequeño agujero se veía un trozo de cielo oscuro. Escarbó y escarbó con fuerzas renovadas pensando que ahora no era un buen momento para rendirse.
Y no se equivocaba. Había tenido razón al pensar que no había tanta tierra como parecía, sin duda, el sepulturero, había dejado el trabajo a medias para acabarlo al día siguiente.
-¡Bendito sepulturero!.- Se dijo.

 
 

Fuera hacía calor. Pasó sigiloso ante la cantina. Su primera idea, fue acudir a su casa, entre otras cosas para poner sobre aviso a Guadalupe que tal vez corría un grave peligro. ¿Qué oscuros motivos habrían movido a disparar a Porfirio ávila?. No lo sabía.
¿Dinero?. ¡No lo tenía!. ¿Tierras?. ¡Tampoco!. Podía tratarse también de un ajuste de cuentas pero no conocía a nadie a quien debiese dinero.
De pronto, al ver la puerta entreabierta de la hacienda, se le vino a la mente el recuerdo del perro. Su perro, siempre salía a recibirle cuando llegaba a casa. Se dio cuenta entonces, que iba acompañándole pero:
¿Dónde estaba ahora su perro?.
Decidió que ya le buscaría. Antes, debía buscar a Lupe y contárselo todo. Aquella misma noche, cogerían su viejo Chevrolet y cruzarían la frontera. Tenía amigos, buenas influencias, le debían algunos favores.
La puerta de la casa estaba entreabierta y en el piso de arriba había una luz encendida. Su mujer, solía acostarse bastante temprano y apenas leía por las noches. Le sorprendió también escuchar música del viejo tocadiscos.
Pensó que su amada, preocupada por la tardanza, habría ya dado cuenta a las autoridades y no podría conciliar el sueño.
Una ráfaga de aire tórrido le golpeó la cara. El viento, agitó las cortinas de la casa y en el piso de arriba, alguien se apresuró a cerrar la ventana.
Subió con sigilo las escaleras y se detuvo en el último tramo para recobrar el aliento. Desde allí, le llegaba la voz ronca de un mariachi:
-Te vas porque yo quiero que te vayas.- Decía la canción.
Y entre medias se oía a una Guadalupe llorosa.
Pensó en abrir la puerta y sorprenderla con un beso, yacerían juntos toda la noche y calmaría así la inquietud de una mala noche. Estaba cubierto de barro y tenía un aspecto deplorable pero no había nada que no pudiese arreglarse con una buena ducha. Luego se lo contaría todo. O mejor no. Esperaría otro momento. Quizás mañana con los primeros rayos del Sol, cogerían el viejo Chevrolet y cruzarían la frontera.
-Le quiero.- Decía ella entre llantos.- ¡Le quiero¡
Su felicidad no le cabía en el pecho. Cuando abrió la puerta, el viejo tocadiscos seguía sonando. Al ver la cara del hombre que yacía con Guadalupe la sonrisa se le quebró en mil pedazos.
Allí mismo les mató a los dos y cuando toda la cama y las paredes se mancharon de su sangre se detuvo para contemplarse en el espejo.
Se había convertido en un animal, ya no era un hombre.
A la mañana siguiente, encontraron junto a los amantes el cadáver de un perro cosido a balazos.

© 2001 Rosa Estrada Díaz

 
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